—¿Recuerdas aquella tarde? El cielo parecía una pintura al oleo y el graznido de los pájaros era nuestra banda sonora. Ese día me apetecía tocar la guitarra. Tenía muchísimas ganas, pero me habías dicho que el coche ya era suficientemente pequeño para nosotras dos. El coco que nos había preparado mamá estaba riquísimo, aunque lo llenamos de tierra sin querer. Nos quedamos en la playa hasta que se apagó el sol y las estrellas salieron a empujones. Hacía meses que la contaminación lumínica no nos permitía observarlas en condiciones. No teníamos otra cosa que hacer que sonreír. Ese fue uno de los motivos por los cuales aquella tarde fue especial. Sé que estás cansada de mis tonterías nostálgicas, pero aquel verano fue uno de los mejores que viví. Me encantaba pasear juntas por la orilla del mar, por el filo de aquella playa que se había quedado vacía después de un día de calor. Siempre te quedabas dormida y cuando te despertabas corrías hacia el mar con los brazos abiertos, como si fueras a abrazarlo, mientras por tu voz escalaban gritos de júbilo y de furia. Esa furia que te llenaba desde la punta de los dedos hasta la punta de tu larga melena era lo que más me gustaba de ti. Y no me malinterpretes, esa furia aún está ahí, sé que lo está. Pero la tienes escondida. La sacas a pasear con una correa, cuando antes corría por los prados y cabalgaba las olas a su libre albedrio. Me gustaba ver como se calmaba cuando en el horizonte quedaba una franja anaranjada que separaba el oscuro cielo del oscuro mar. La espuma se acercaba lentamente hacía nosotras, mientras esperábamos ese mágico momento en el que la fresca marea nos azotaba en las piernas y subía lentamente hasta el final de la espalda. Cuando llegábamos a ese instante, el sol ya no estaba para ayudar a secar nuestra piel. Si llevábamos toallas, nunca las utilizábamos para sentarnos encima de ellas, sólo para secarnos. Y eso era cuando mamá nos la preparaba en la mochila antes de irnos, porque ni tú ni yo nos acordábamos nunca.
Me encantaban las miradas de los demás cuando jugábamos a hacer castillos de arena como si tuviéramos cinco años. Contigo me volvía a sentir niña, la inocencia venía y los complejos se marchaban. Era una sensación que nunca conseguí encontrar junto a nadie más. Supongo que eso será lo que llaman fraternidad. Dudo que la mayoría de personas puedan sentir eso que sentíamos las dos cuando el sol se marchaba, el viento azotaba nuestro rostro, y con los ojos cerrados y el salitre pegado en cada uno de nuestros poros, enterrábamos los pies en la arena. Sintiendo la misma humedad y el mismo frío en los vértices, pero sintiendo el calor de la compañía y la fuerza del mar. Eso era demasiado fuerte y nunca encontraría palabras para describir ese sentimiento.

— Nunca olvidaré esas tardes. —Contestó a media voz, con la vista clavada en la carretera.

Mientras Dara recordaba ese verano junto a su hermana se había recostada en el asiento del copiloto, con los ojos cerrados. Annie había desviado la dirección sin que se percatara.

—Y no sé si aún tendré esa fiereza o no, pero por ti soy capaz de traerla de donde esté y devolverla al lugar al que pertenece. —Le dijo mientras aparcaba el coche frente a la playa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

my read shelf:
Brenda's book recommendations, liked quotes, book clubs, book trivia, book lists (read shelf)