Jamás había sentido tan adentro un noviembre. Nunca había calado en
sus huesos de esa forma. Parece una exageración, pero durante años la
parte del cerebro que se centraba en los pequeños detalles y en la
belleza del mundo había huido y estaba en busca y captura. Pero hace
poco, reapareció por la puerta grande. Noviembre, noviembre, noviembre.
Esa sensación era reconfortante. Era igual que respirar hondo cuando se
estaba asfixiando. Un tono azulado entraba a rayas por la ventana, la
luz que se disipaba por la habitación la abrazaba cálidamente. Ni
siquiera recordaba que había hecho un año atrás por estas fechas. Esos
días habían existido, pero en un calendario que no era el suyo. En
cambio hoy, noviembre caminaba por su espalda y le sacaba sonrisas
fugaces a primera hora de la mañana. Era noviembre. Al fin.
En realidad, no entendía porque estaba tan emocionada. Era un mes
más, como otro cualquiera. Más frío que octubre y más cálido que
diciembre. Ensanchaba los labios de forma infinita, mientras estiraba
las piernas y los brazos a más no poder. No sabía ni qué hora era, pero
el tráfico no paraba ni un minuto. Finalmente apartó las sábanas y se
levantó. Una camisa larga y ancha dejaba ver sus kilométricas y frágiles
piernas. Bajo sus pies crujía la fría madera. Los vértices entre sus
muslos y sus tobillos se desintegraban convulsamente a cada paso, como
una bailarina sin equilibrio. Se acercó a la cocina tarareando “A night
to rembember” de Cindy Lauper. Iba en busca de un poco de café caliente.
Sacó una cacerola de la alacena, sacó la leche del frigorífico y la
vertió, cogió una cerilla y la hizo chasquear mágicamente. La cocinilla
prendió enseguida y la leche empezó a subir de temperatura.
*fragmento inicial de mi novela
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