El coche patrulla estaba aparcado delante de la cafetería. Se
habían dejado la radio encendida y el último número uno rompía el
silencio en el interior. En el cielo se mascaba una dicotomía entre las
nubes y los rayos del sol. Era un día tranquilo, como cualquier otro.
Tampoco tenían mucho de lo que preocuparse. Algún que otro susto, sí,
pero nada que consiguiera tenerlos en alerta durante más de cuarenta
minutos. Pero pasar una noche entera patrullando siempre los agotaba.
—¿Cuándo hemos rayado el parachoques? —La voz
rasgada de Curtis le sobresaltó. Evan levantó la mirada, que tenía
clavada en el café y se fijó en el coche, a través de los huecos que
dejaba la persiana.
—Ni idea. –Contestó. —No me había dado cuenta. Luego pasamos por mi casa un momento y cojo el pulimento para arañazos. El rasguño no es muy profundo, lo arreglaré enseguida.
—Ni idea. –Contestó. —No me había dado cuenta. Luego pasamos por mi casa un momento y cojo el pulimento para arañazos. El rasguño no es muy profundo, lo arreglaré enseguida.
Los pasos de Shelly se aproximaban desde la cocina
con su famoso delantal. Apareció tras la barra con dos grandes trozos de
tarta de calabaza. En otras circunstancias, ni se le hubiera pasado por
la cabeza pedir tarta de calabaza, pero estaba tan distraído que no
tenía ganas de pensar, así que pidió que le trajeran lo mismo que a su
compañero. Curtis era un tipo duro, siempre con un semblante serio y
oscuro. Pero su debilidad, a parte de su familia, era la tarta de
calabaza. Su mujer hacía las mejores tartas de calabaza de la ciudad y
aunque ninguna la superaba, siempre que iban a una cafetería pedía lo
mismo. Curtis siempre había querido tener un hijo con el que jugar y al
que enseñarle a ser todo un machote, pero tuvo tres preciosas hijas en
su lugar. Eso no significaba que las quisiera menos, todo lo contrario.
Las quería con todo su corazón. Sobre la mesa del despacho tenía una
foto con sus cuatro chicas y todos los días, al entrar, sonreía al
verla. Evan nunca comprendió como un hombre con un corazón tan tierno
podía ser tan serio con el resto de la humanidad. Habían pasado juntos
muchos días y demasiadas noches, eran compañeros desde
hacía cinco años, cuando Evan se incorporó al cuerpo de policía de la
ciudad. Tenían muy buena relación, mejor que con cualquier otro
compañero, pero realmente, nunca llegó a adivinar qué pensamientos
cruzaban la mente de Curtis.
Evan se levantó y se dirigió al baño. Tras poner el
pestillo se miró cara a cara frente al espejo. Tenía los labios tan
secos que ni la saliva podía remediarlo y todo aquel que se acercara a
su barba, acabaría lastimado. Dos medias lunas oscuras se dibujaban
debajo de sus ojos. Hacía tiempo que no tenía unas ojeras tan
pronunciadas. Le apetecía fumarse un cigarrillo, pero estaba de guardia y
no le gustaba dar una imagen equivocada de si mismo. Hacía meses que
había dejado de fumar, pero de vez en cuando, desde lo más profundo de
su alma, surgía la necesidad de darle un par de caladas a un cigarrillo y
dejar que sus pulmones se ahogaran con el humo. Esa necesidad le
rasgaba por dentro y pudría sus fuerzas, pero no podía dejarse dominar
por los impulsos. La ciudad no estaba hecha para animales salvajes, eso
lo sabía muy bien. Para despejarse y olvidar ese pensamiento abrió el
grifo y puso el agua lo más fría posible. Tan fría que congelara al
propio invierno. Dejó que el agua cayera entre sus dedos y
recorriera sus manos y sus muñecas y finalmente se lavó la cara y
refrescó un poco sus ideas.
Después de secarse la cara salió del baño mucho más
tranquilo de lo que había entrado. Se arrepintió de no haber pedido un
vaso de whisky en vez de café. O al menos, un café irlandés. Cuando se
aproximaba a la barra, Curtis se estaba poniendo la chaqueta (y no
quedaba ni rastro de su trozo de pastel).
—Evan, han llamado de comisaria, ha habido una
llamada de socorro en una calle cercana. Nos toca a nosotros, somos los
que estamos más cerca y los demás están cubriendo un incendio. —Le
dijo.
Pidieron dos cafés más para llevar, pagaron la
cuenta y salieron de ahí. Cuando volvieron a entrar al coche sonaba en
la radio Cry Baby de Janis Joplin. Para el resto de los mortales, el día
empieza cuando sale el sol, para ellos, el día empezaba en ese momento
exacto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario