Las
bolsas de la compra pesaban mucho. Después de pasar toda la tarde en el
mercado, sus pies ardían de cansancio dentro de los zapatos. Al llegar a la
parada, miró el reloj y revisó en el horario, que estaba colgado en la parte
derecha, a qué hora pasaba el próximo bus dirección Rosebery Ave. Faltaban
apenas siete minutos, así que decidió permanecer de pie con las bolsas en la
mano. Los aledaños del mercado a esa hora eran un hervidero de no parar. Todos
recogían su puesto con las ansias de llegar a casa y descansar al fin. Las
mujeres se daban más prisa, volvían lo más rápido posible al hogar, se
enfundaban el delantal y hacían vibrar la cocina, para regalarles así a sus
señores e hijos todo el cariño del mundo transformado en cena caliente. Y
ellos, en cambio, suplicaban al cielo tener tiempo suficiente para poder tomar
una cerveza en la taberna antes de regresar a casa. Todo el mundo era feliz con
su cometido. Por muy sorprendente que fuese, no había quejas ni reclamos perdidos.
La
señora Doyle le había regalado unas zanahorias de su propio huerto y el olor
que desprendían era tan hipnótico como fresco. Su sonrisa siempre calentaba los
corazones de aquellos que la miraban a los ojos. El tacto de sus manos era
suave y reconfortante. Cada vez que iba a comprar verdura se quedaban horas y horas
haciendo volar las palabras, sin temas determinados ni problemas filosóficos,
simplemente por el placer de escuchar una voz amiga. Su marido había muerto
hacía dos años y medio, y desde entonces, se dedicaba enteramente a sus
cultivos, a su puesto en el mercado y a sus clientes, a los que trataba como
propios hijos. Muchos dirían que estaba completamente sola, pero a pesar de
ello, su felicidad adornaba el aire que la rodeaba.
El
cielo oscuro y encapotado predecía un diluvio universal a gritos. Dejó una de
las bolsas en el suelo y empezó a buscar un pequeño paraguas compacto dentro
del bolso. Por esa época, la lluvia de Londres no daba ni un solo respiro y
cada día volvía a casa empapada de gotas sucias de asfalto y melancolía. Las
hojas cubrían el suelo en una alfombra de recuerdos que se arrodillaba ante el
viento. Ese era el Londres que más le gustaba de pequeña. Ahora, había perdido
todo significado. El centro de su universo lo tenía bajo su techo. Esta noche
le iba a preparar su plato favorito, Sunday Roast. Era miércoles, pero eso daba
igual mientras él pudiera sonreír. Aunque tan siquiera pudiera regalarle una
mirada fugaz y una media sonrisa, el trabajo habría merecido la pena y esa
noche cerraría los ojos, sabiendo detrás de sus parpados, que hoy podría dormir
feliz. Se le había enquistado el amor en el tórax y nadie podía sacarlo de ahí.
Las
campanas de una de las iglesias cercanas indicaban que ya eran las cinco y
cuarto. Ray saldría de trabajar dentro de media hora, probablemente cuarenta y
cinco minutos. O más. Eso ya no lo sabía. El autobús rojo se acercaba desde el
final de la calle, deslizándose sobre el suelo mojado, expulsando con violencia
hacía el cielo el agua que encontraba en su camino. Se detuvo delante de la
parada y una cola de cuatro o cinco personas se formó ante la puerta. Había un
niño pequeño que iba de la mano de su madre. Su mirada curiosa repiqueteaba
allá donde posaba sus retinas y sus pensamientos salían por la boca
desbocadamente, conducidos por una dulce voz. Su sinceridad resultaba
asombrosamente natural y al mismo tiempo, cortante.
–Mamá,
hoy el señor feo nos lleva a casa. –Comenta inocentemente, mientras su madre le
lanzaba una mirada que reprochaba sus palabras y exigía silencio.
El
conductor miraba para otro lado. Hacía como si no hubiera escuchado nada. Sus
oídos se habían envasado al vacío, y también al silencio. Los mimos
hablaban ese idioma de falsos silencios que confundía a los sordos, con
palabras huidizas y sin pronunciar. El silencio tiene su propia gramática, la
palabra viaja a la velocidad del sonido, el silencio a bastante más. Así que
continuó mirando la palma de su mano, contando las pequeñas monedas que
faltaban para el billete.
Cuando
se cerraron las puertas y el bus se puso en marcha, el tiempo quedó en
suspensión, sin terminar ni seguir. El paisaje oscuro, como si la media noche
se hubiera bañado en el río, pasaba veloz a su lado sin llamar la atención. La
ciudad se desdibujaba con la velocidad y la miraba sin mirarla. Dicen que las
sombras devuelven el eco de nuestra voz en un umbral que no alcanza el timbre,
pero eso daba igual, ya que tampoco tenía nada que decir. Movía los pies
siguiendo un ritmo que desconocía. Apartó los ojos de la ventana y fijó la
mirada de sus zapatos, intentando ponerle melodía a aquel baile sin
acompañante. Volvió a mirar el reloj mientras se anunciaba su destino como
próxima llamada. El tiempo corría a su favor, sin adelantarla. Se levantó, y a
la par que el vehículo giraba la esquina, intentó levantar las bolsas del
suelo, pero el equilibrio quedó entre comillas y su cuerpo giró esporádicamente
retornándola al asiento. Un relámpago cruzó el cielo anunciando el fin del
mundo y un trueno, a los pocos segundos, dictó sentencia. La ventana empezaba a
empañarse y las gotas caían con debilidad.
Cuando
llegaron a la parada salió despacio. Aunque hacía poco que había empezado a
llover, el suelo ya estaba mojado. Bajaba los escalones con cautela, haciendo
maniobras equilibristas para no caer de bruces al suelo. Mientras avanzaba con
paso decidido, el agua trazaba surcos en su rostro, acariciaba sus pómulos,
desfilaba hasta caer al vacío desde su barbilla. Cuando se estrechaba el cielo
y llovía fuerte, Londres estaba más bonita que nunca. Decir que tenía un
encanto especial es demasiado repetitivo, pero no menos cierto. A apenas varios
metros de su casa se dio cuenta de que las telecomunicaciones esa noche serían
casi imposibles, no habría forma de contactar con nadie por teléfono. Tendrá
que esperar a mañana para llamar a mamá.
Su
vecina Lucy la esperaba en la entrada del edificio con el portal abierto. Vivía
con su hermana en el segundo piso. Muchas veces venía el novio de turno y
acababan a gritos por todo el edificio con los platos volando por los aires.
Seguramente tenía que renovar su vajilla, por lo menos una vez al mes. No era
una situación normal, y mucho menos común, pero los vecinos hacían oídos sordos
y nunca escuchaban nada. Aunque no eran amigas, no se desagradaban. La relación
se balanceaba entre pequeñas charlas agradables, algún que otro favor y un té
negro con limón de vez en cuando.
–Gracias
Lu –Le agradeció mientras se sacudía el agua–. No quería que la compra se
echase a perder con el agua y no sé donde tengo las llaves.
–¡Ya
ves tú! ¿Con qué delicioso plato piensas ponernos los dientes largos esta
noche? –Le echó un ojo a las bolsas. Su carita de niña le daba una ternura
especial.
–Creo
que haré Sunday Roast.
–Si
sobra algo ya sabes, eh…. –Sugirió mientras sonreía–. No hay nada mejor para un
día como hoy.
Después
de una breve conversación y un trayecto en ascensor de dos paradas, Nara llegó
a casa. Se limpió los pies en el felpudo antes de entrar, se quito las botas de
agua y las dejó al lado de la puerta en el recibidor. La bola de pelo blanca y
gris que tenía por perro levantó la cabeza y fue hacia la puerta. Cuando
llegaba a casa, Joyce siempre venía corriendo a saludarla. Movía la cola a la
velocidad de la luz y la llenaba de lametazos por todos lados. Mientras
intentaba zafarse, se acercó a la cocina y vio una nota encima de la mesa:
“Llegaré
más tarde, tengo una reunión. Nos vemos esta noche.”
Aunque
hoy no lo esperaba, tampoco se sorprendió. Ya estaba acostumbrada a ese tipo de
notitas, así que se limitó a dejarla donde estaba y seguir con sus cosas. Se
cambió de ropa y se puso cómoda. No sabía si colocar la compra dentro del
frigorífico, así que miró el reloj y optó por dejarla fuera para empezar a
preparar la cena. Sazonó la carne y precalentó el horno. La carne tendría que
estar calentándose durante media hora, así que puso la alarma y fue a recoger
el resto de la casa.
*Fragmento del segundo capítulo de mi novela
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